Hemos tardado en digerirlo. Al día siguiente estábamos conmocionados. Nos costaba encontrar palabras. Tardamos algunos días en darnos cuenta de que ese monstruoso concierto de 3 horas 48 minutos dado por Bruce Springsteen & The E Street Band en el Santiago Bernabéu el 17 de junio había sido el más largo de la carrera del Boss, es decir, un momento para la historia de la figura más importante del rock en más de tres décadas. Pero el récord es lo de menos. Tampoco el sonido, mejorable en el
gallinero donde lo vivimos. Lo de más, lo que fascina de este hombre, es
la entrega, el arrojo, el empuje, la sintonía con los suyos, algo mucho
más poderoso que ganas de agradar o caer bien. De lo que tiene ganas
Bruce es de comerse el estadio, levantar de su silla al último
espectador, de encender todos los focos para que el público sea tan
protagonista como él.
Un concierto de Bruce es una fiesta. Lo sabíamos porque ya le vimos en 2008 en el mismo estadio, y ya nos apabulló con su rock a veces energético, a veces íntimo, siempre grande. Y no debió bajar de las tres horas. Admiramos esa capacidad de darlo todo cuando en giras que implican decenas de conciertos dando la vuelta al mundo durante tantos meses. Es algo más que profesionalidad: es que disfruta con su trabajo rodeado de decenas de miles de los suyos. Eso nos reconcilia con la mejor tradición del rock and roll, la de echarse la guitarra a la espalda y hacer la carretera. Para que la gente se divierta, se emocione, ría, baile, eche alguna lágrima, y salga de allí relajada, asombrada, contenta. Y a ver cómo reconectas con la realidad la mañana de lunes siguiente. A mí me costó.
