El rock no se pensó para los estadios de fútbol, sino para las
tabernas, los tugurios, cavernas cargadas de humo y sudor. Así era en
sus orígenes afroamericanos, pero en la segunda mitad de los años
sesenta el género captó a audiencias tan masivas que se abrió a los
grandes espacios. Los Beatles habían llenado en 1965 el Shea Stadium
neoyorquino (55.000 personas, y eso que no se aprovechó el césped, lo
que dejaba un abismo entre músicos y público). No fue un gran concierto,
según quienes lo dieron, pero abrió camino. No muy lejos de allí,
cuatro años después, una multitud cifrada en centenares de miles
desbordaba el festival de Woodstock,
en un descampado al que los músicos tenían que llegar en helicóptero.
Fue una conmoción. La isla de Wight acogió al año siguiente la réplica
británica. A partir de ahí, bandas como Led Zeppelin, Queen o los
Rolling Stones concebían sus directos con la contundencia y
espectacularidad que exige una masa de decenas de miles de espectadores;
línea que continuarían después Bruce Springsteen, U2, AC/DC o Gun N'
Roses. Riffs que cortan, frases para corear, fuegos y luces. Emoción.
Comunión. Sentirse parte de algo grande.
Al rock de estadio le puede acompañar o no un propósito solidario. Un
George Harrison recién emancipado de los Beatles lideró el primer
festival benéfico, en auxilio de Bangladesh. Pero el momento que marcó
un antes y un después fue, en 1985, Live Aid, que dio con la fórmula: un
macroconcierto simultáneo en Reino Unido y EE UU, televisado en directo
a todo el mundo, diez horas con figuras de primera fila. Lo organizó el
músico y actor Bob Geldof (será más recordado como activista) con el objetivo de combatir la hambruna en Etiopía. ¿Y sirvió para eso?...
(Lee aquí el artículo completo en El País)
lunes, 31 de marzo de 2014
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